Lee el primer capítulo de Encontrar al Cuervo Rojo

LEE EL PRIMER CAPÍTULO DE ENCONTRAR AL CUERVO ROJO

Encontrar al Cuervo Rojo

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A sesenta y siete grados y cuarenta y un minutos de latitud norte y cinco grados y once minutos de longitud oeste, en algún lugar del Atlántico Norte, cerca del círculo polar Ártico, entre los helados mares de Noruega y Groenlandia, el Atlantis se agitaba entre las aguas encrespadas.

Acababan de toparse con algo inesperado.

El viento soplaba con fuerza creciente y unas nubes densas y oscuras que no auguraban nada bueno se arremolinaban en el cielo. Rick Malatesta se apresuró a responder a la llamada. Salió a la cubierta y se apretó las gafas contra el ceño mientras examinaba el firmamento con los ojos entrecerrados. Después se ciñó el cuello forrado de pelo de su abrigo y cruzó una estrecha pasarela hasta una diminuta sala en la que sólo se escuchaba el zumbido de un puñado de ordenadores. Una ráfaga de aire congelada se coló por la puerta.

Varias cabezas, apenas iluminadas por el mortecino resplandor de las pantallas, se giraron para mirarle.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rick.

—Creo que hemos encontrado... No sé lo que hemos encontrado —respondió de manera vaga un hombre alto y desgarbado, sin separar las manos del teclado ni los ojos del monitor que tenía frente a él.

—Muestrámelo —le ordenó Rick.

El hombre giró la pantalla hacia él y Rick distinguió el inconfundible brillo turquesa de las profundidades marinas iluminadas por el foco de un sumergible. La luz eléctrica arrancaba destellos de las partículas que flotaban en el agua, haciendo que titilaran como estrellas en movimiento.

El azul profundo del agua se fundía poco a poco con el marrón verdoso del lecho marino a medida que el operador del sumergible hacía descender el aparato. De repente una pequeña mancha oscura e informe se adivinó en el centro del monitor.

A medida que la mancha crecía, Rick se iba acercando a la pantalla. En unos segundos su cara estaba junto a la del operador, sobre su hombro, mientras observaba el monitor con extrema atención.

El sumergible se aproximó y la mancha oscura comenzó a tomar forma. El aparato evolucionó lentamente y con majestuosidad sobre los restos hundidos, como un águila sobrevolando su presa.

Rick volvió a ajustarse las gafas y se acercó aún más al monitor.

—Gira cuarenta y cinco grados —ordenó—. Eso es. Ahora inclínalo un poco a babor... Un poco más... ¿Puedes acercarte a esta zona, Jean-Paul? —solicitó, tocando la pantalla con el dedo para indicar el punto exacto.

—Rick, no estoy muy segura de lo que estamos viendo —intervino una mujer menuda y delgada a su espalda—. Pero sea lo que sea, no tiene el aspecto de un drakkar vikingo.

Rick arqueó las cejas. Estaba fascinado.

—No, desde luego que no. Resulta de lo más interesante, ¿verdad? —se limitó a responder, sin separar sus ojos de la pantalla.

El sumergible recorrió el lugar durante algunos minutos más.

—¿Crees que eso... la pieza que recuperamos esta mañana... viene de aquí? —preguntó la mujer.

—¿De dónde podría provenir si no, Ingrid? —repuso Rick—. ¿A qué distancia está este pecio del lugar donde la encontramos?

—A unos cuatrocientos cincuenta metros, nornoroeste —informó Jean-Paul.

Rick observó los restos submarinos, sumido en sus pensamientos.

—Está bien, sube ese trasto antes de que el tiempo empeore —ordenó al fin al operador—. Supongo que habréis marcado toda la zona y anotado todos los detalles, ¿verdad?

El operador asintió. Rick parecía complacido.

—Mañana revisaremos las grabaciones y empezaremos con la planificación. ¿Cuál es la previsión meteorológica?

La mujer menuda consultó sus notas.

—Bastante mala, como poco para las próximas cuarenta y ocho a setenta y dos horas.

Rick chascó la lengua.

—En fin, supongo que al menos eso nos dará más tiempo para prepararnos —dijo con resignación.

Se volvió y abrió la puerta de la sala pero después se detuvo en seco, como si hubiera recordado algo.

—Jean-Paul.

—¿Sí, jefe?

—¿Hay alguna noticia sobre tu hijo?

—Los análisis han salido perfectos y el escáner está limpio —contestó el operador con con satisfacción y alivio evidentes.

Rick se acercó hasta su silla y chocó el puño con él.

— Pues ya te puedes preparar. En cuanto vuelvas a casa te retará a un partido. Y te dará una buena paliza, además —le dijo.

Rick salió al puente y se tambaleó un poco antes de agarrarse a una barandilla. El mar se agitaba un poco más con cada minuto que pasaba.

—¿Con qué demonios nos hemos tropezado, Rick? —preguntó la mujer, que había abandonado la sala inmediatamente detrás de él.

—Esto es precisamente lo que tenemos que averiguar ahora, Ingrid. Para eso nos pagan.

—No —le contradijo ella—. A mí me contratasteis para localizar, rescatar y catalogar los restos del naufragio de un barco vikingo. Esa es mi especialidad. Pero no tengo ni la menor idea de qué es esa otra cosa que hay ahí abajo.

Rick enjuagó unas gotas de los cristales de sus gafas con el dorso de una gruesa manopla.

—No me digas que no te gustan los retos —respondió, guiñándole un ojo.

Ingrid resopló.

—¿Quieres que escriba al señor Zahavi? —preguntó.

Rick observó el pequeño helicóptero biplaza Robinson R22 que descansaba anclado a su plataforma en la popa del barco.

—¿Habéis embalado el objeto que subimos a bordo esta mañana?

La mujer asintió.

—Entonces no te molestes, Ingrid. Creo que iré a informar a Zahavi en persona. Y le llevaré un regalito.

Ella le miró desconcertada.

—Mejor para mí, supongo: tampoco sabría qué decirle exactamente —dijo—. Pero no estarás pensando en volar con este tiempo, ¿verdad?

El viento racheado alborotaba su melena rubia.

—Tú misma lo has dicho hace un rato: el pronóstico meteorológico es malo. Si no salgo ahora, ya no podré hacerlo hasta dentro de dos o tres días.

—¿Quieres echar un vistazo al cielo, Rick? Poner en marcha ese helicóptero de juguete en estas condiciones resultaría suicida.

Rick agitó una mano y sonrió.

—¿Esto? Es sólo un pequeño vendaval, nada más. No hay de qué preocuparse.

Se ajustó de nuevo el cuello del abrigo y echó a andar en dirección a su camarote, procurando mantener el equilibrio a pesar de las sacudidas del barco.

—Prepara el paquete, ¿quieres? Que lo carguen en el helicóptero lo antes posible —ordenó, gritando por encima del hombro para hacerse oír entre las ráfagas de viento y el agua que golpeaba el casco—. Me gustaría salir en unos veinte minutos.

Ingrid le observó mientras desaparecía tras un tramo de escaleras. Dirigió una mirada de preocupación, primero a las nubes amenazantes y después al Robinson, que se bamboleaba con aspecto frágil al ritmo del buque en su plataforma. Sacudió la cabeza y volvió a entrar en la sala.




—Lo hemos encontrado, señor —informó el piloto por radio—. Lo tenemos a la vista.

—¿Se ha estrellado?

—Negativo, señor. Está en perfecto estado. Se ha posado en el centro de un pequeño islote, al oeste de la isla de Røst.

—¿Está Malatesta allí?

—Creo que no, señor. Tengo la cabina a la vista y parece vacía. Voy a ordenar a dos de los hombres que desciendan pero me temo que no encontrarán nada. Es un trozo de roca y tierra de no más de sesenta o setenta metros de longitud. No hay dónde ocultarse. No sé dónde estará Malatesta, pero puedo asegurarle que no es aquí.




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Encontrar al Cuervo Rojo

ENCONTRAR AL CUERVO ROJO

El experimentado cazatesoros Rick Malatesta ha desaparecido cuando investigaba el naufragio de un drakkar vikingo cerca del círculo polar Ártico y con él, una enigmática pieza arqueológica.

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